martes, 20 de mayo de 2008

Noticia


Hippies de Santa Marta llegan a Venezuela

huyendo de minas antipersonales




Más allá de sexo, drogas y rock and roll, es difícil creer que algo más quede del movimiento hippie de los 60s; pero en muchos países del continente, lejos de las urbes, subsisten las llamadas “comunidades alternativas” que intentan vivir de la naturaleza bajo los principios del amor, la libertad y la paz.En Colombia la supervivencia de estas comunidades se ha vuelto cada vez más difícil. Hace poco, una familia llegó al estado Táchira, fronterizo con Venezuela, luego que su sueño de una sociedad ideal en las montañas de Colombia se desvaneció, tras ver morir a varios de sus amigos más cercanos a causa de minas antipersonales. Sus trajes coloridos, sus motocicletas y sus guitarras reflejan el espíritu hippie de los setenta, pero su historia refleja una cara de la actualidad colombiana. “Una jovencita amiga nuestra fue al baño, se paro en una mina y murió; el suegro que fue a rescatarla también se paro en una mina y murió y esto ocurrió al ladito de donde nosotros vivíamos”, recuerda Flor del Viento* quien junto a su esposo y dos hijos huyó de la Sierra de Santa Marta, por temor a correr la misma suerte. Después de haberla fundado hace treinta años, otras siete familias también se vieron forzadas a abandonar esta comunidad alternativa ubicada a tres días de camino de la civilización. Un lugar donde hacían actividades agrícolas en las mañanas y artísticas por la tarde, siguiendo las enseñanzas de sus vecinos, los indígenas Kam-Kuamos, considerados guardianes de la Sierra.Dice Toro*, marido de Flor que “allá tenían tres opciones: tomar las armas, marcharse o morir. Ellos -los grupos armados irregulares- creen que nuestros jóvenes deben defender con las armas el espacio donde viven y nosotros no vamos a tomar las armas.” Muchos de los 30.000 indígenas que habitan la Sierra de Santa Marta en el norte de Colombia, enfrentan similares opciones.Flor del Viento y Toro desean fundar en Venezuela una nueva comunidad alternativa, en algún terreno apartado de la ciudad, pero más seguro para ellos, y sus dos hijos, Antorcha* y Coco*.“Queremos dedicarnos a crear conciencia y promover un estilo de vida respetuoso de la naturaleza, encontrar un lugar donde podamos sembrar” dice Antorcha una joven de 20 años, que lleva aretes de alas de escarabajo y luce una cuchara arqueada como pulsera. Actualmente, esta familia de artistas y agricultores acostumbrada a obtener su sustento diario de la naturaleza, está indocumentada, sin empleo y sin tierra para cultivar. En estas condiciones llega la mayoría de los colombianos y colombianas que cruzan la frontera venezolana en busca de protección, unos doscientos mil, según las estimaciones del ACNUR. Flor, Toro y sus dos hijos han solicitado asilo al estado venezolano, pero mientras esperan una respuesta de la Comisión Nacional de Refugiados, han puesto a un lado sus preocupaciones, y activado lo mejor de sus dotes artísticas para llevar desinteresadamente alegría a niños, enfermos y ancianos, en hospitales y albergues tachirenses.“¡Ustedes son unas burras panzonas!, perdón, ¡unas buenas personas!”, así comienza Flor una rutina cargada de humor con la que van mitigando la pena de otros y la propia. Esta actividad les ha permitido ganar amigos y adaptarse rápidamente a un nuevo entorno que ofrece gran potencial para la integración y la posibilidad de un pedazo de tierra para cultivar.Dicen haber recibido solidaridad de la mayoría de los venezolanos. Viven en un pequeño cuarto que les han cedido y sus motocicletas, con las que han llegado hasta Brasil, reposan en un galpón donde funciona un comedor para ancianos e indigentes.A través de talleres coordinados por el ACNUR esperan poder compartir sus conocimientos sobre siembra orgánica con otros agricultores de la región, al mismo tiempo que hacerse de un sustento. Esta familia de refugiados ha suavizado con teatro, música y humor la dura senda del exilio, una ruta difícil de recorrer, pero al menos libre de minas. Mientras en la Sierra Nevada de Santa Marta, quedan miles de indígenas de las etnias Kam-Kuamos, Ijkas, Kogis, Wiwa y Arzarios que aunque día a día enfrentan las consecuencias del conflicto, se rehúsan a abandonar sus tierras en el corazón de la Cordillera Andina.


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